La izquierda ante la sociedad fragmentada

La última vez que fui a un concierto de Extremoduro tuve que hacer un repaso de última hora a las canciones de los discos más recientes, porque solo me sabía tres o cuatro que me había guardado como favoritas en alguna lista de reproducción. Hace unos años me sabía todas y cada una, quemaba sus cassettes por una cara y por la otra, en casa y en el parque con los amigos. Entonces, hacer una cinta “de varios” era un artesanal proceso que llevaba horas, y ahora lo tenemos a unos pocos clicks. Pasa algo similar con la información: frente a la fidelidad a un periódico, una cadena de radio o un informativo concreto de la televisión, tendemos ahora a picotear de varios sitios en la red, en muchos casos sin siquiera buscarlo, a partir de lo que nos vamos encontrando en las redes sociales.
Ese proceso de segmentación, de individualización, no es meramente cultural. Hace unas semanas recordaba con amistades cómo en los ochenta o primeros noventa, en el patio del colegio se podía distinguir por el calzado quién era hijo de “fasero”. FASA-Renault, la gran factoría de Valladolid, tenía un economato del que se surtían miles y miles de familias de los barrios obreros. También tenía (y tiene aún) unas piscinas e instalaciones deportivas para su personal y familias, así como otra serie de incentivos o facilidades con los que la empresa “cuidaba” a su plantilla. No era la única, también otras grandes como Michelín eran, en cierto modo, una fábrica-comunidad. La clase obrera no solo compartía el autobús de madrugada a la factoría, sino también el ocio, la vida de barrio o las compras.
Queda aún bastante de ello, sobre todo en ciudades que no han renovado mucho su tejido industrial. Pero cada vez menos, qué duda cabe. Esas comunidades se han roto, fundamentalmente, por los cambios en el proceso productivo. Esas macroempresas, que fabricaban desde el motor hasta el último accesorio, poco a poco fueron encargando a otras menores distintas tareas. Incluso dentro de la misma factoría conviven personas que trabajan para distintos patrones, cobran distinto y tienen distintos derechos. Pero no es algo exclusivo de la industria: incluso en la administración pública el auxiliar, la vigilante de seguridad, el del servicio de aguas o la del soporte informático conviven y cooperan, pero sus nóminas tienen diferente origen. Y, en los casos más duros, toda esa fragmentación de los procesos productivos acaba llevando a la desaparición de la fuente de trabajo y sustento de barrios, pueblos o comarcas enteras. Que se lo cuenten a las cuencas mineras.
Las identidades colectivas han ido desapareciendo al ritmo en que el capitalismo iba disgregando todas esas comunidades. Y, con ello, los canales tradicionales de comunicación entre la izquierda y la gente trabajadora se han ido estrechando. Era relativamente sencillo lanzar un mensaje comprensible por miles, cuando esos miles compartían trabajos, vidas y preocupaciones. Pero ahora, aunque en lo fundamental nuestras penurias y necesidades sean semejantes y respondan a causas comunes, hay una mayor singularización de nuestras respectivas precariedades. Es difícil encontrar identidades de las que se sientan parte barrios enteros, empezando por la propia identidad de barrio. Y ello complejiza mucho el trabajo no ya de la izquierda política, sino también del sindicalismo, del movimiento vecinal y otros que crecieron al calor de un modelo social que lleva años desapareciendo.
Reconozcámoslo: no hemos sabido adaptar nuestra intervención social y política a los cambios sociales. Hemos oscilado entre la melancolía y la resignación, entre la apelación a una clase obrera mitificada con la que no se identifica la mayoría trabajadora de hoy en día y la actualización a la carta, a través de sindicalismo de servicios, asociaciones vecinales refugiadas en actividades de ocio o un pragmatismo político claudicante en el discurso y la praxis, reducidos casi en exclusiva a lo electoral.
No se trata de aferrarnos a un pasado supuestamente mejor, ni de rendirnos ante la cultura individualista imperante. La tarea fundamental de la izquierda hoy es reconstruir comunidades e identidades colectivas sobre nuevas bases a partir de una sociedad fragmentada. Eso exige afrontar y superar muchos tabúes: en nuestras formas de organización, en nuestros símbolos, en nuestra retórica, etc. Hay ejemplos y experiencias de las que beber y aprender.
Como decimos en la ponencia Una IU para un Nuevo País, “las organizaciones políticas responden a intereses sociales concretos y, en la medida en que la estructura social se transforma, la evolución en las formas organizativas es un imperativo”. En dicho documento proponemos, entre otras cosas, que IU se mire en su propia historia, en su origen. Porque la fundación de IU, hace ahora treinta años, fue una una inteligente adaptación a transformaciones socioeconómicas en marcha: el tremendo incremento del paro, la inflación, la desindustrialización, el auge del sector servicios, la pérdida de peso del sector público, el acceso masivo a la educación secundaria y universitaria, etc. Todo ello alteraba significativamente las formas de trabajo y de vida de los sectores más humildes a los que apelaban las fuerzas de izquierda. Y en estos treinta años esas condiciones han seguido cambiando, drásticamente. El cambio de ritmo político que ha vivido este país en los últimos años es fruto de esas transformaciones y toca hoy hacer un mismo esfuerzo de generosidad y audacia para poner en cuestión nuestra herramienta de intervención política y superarla. La inteligencia colectiva de 1986 permitió mantener vivas las tradiciones de lucha históricas innovando, abriéndose y mezclándose. Hoy tenemos el deber de apostar por superar IU para mantener ese legado vivo e incorporarlo a un proceso de ruptura democrática en nuestro país que anhelan cada día más personas.

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