Catalonia is not Scotland?



Durante los últimos días he podido escuchar o leer muchos comentarios alertando de que el caso de Escocia y el de Cataluña no tienen “nada que ver”. Incluso la cuenta de twitter de @masaenfurecida se dedicó ayer durante un buen rato a retwitear mensajes que repetían literalmente esas palabras al calor de la votación escocesa. Provenían siempre de personas reacias a la independencia catalana que temían un efecto de contagio. Los argumentos para defender esa idea existen, por supuesto. El más repetido insiste en que el Reino Unido se formó a partir de la voluntad de cuatro estados que ya existían previamente: Gales, Inglaterra, Escocia e Irlanda del Norte posteriormente. Por el contrario, se afirma, Cataluña jamás ha sido un Estado soberano, ante lo cual seguramente habrá quien recordará los repetidos intentos de autogobierno y tradición de instituciones propias que existe en aquella tierra desde hace siglos. 

Esto es lo bueno de los debates sobre independentismo, que se aprende mucha historia. De hecho, salen historiadores de hasta debajo de las piedras, a favor de unas y otras posturas: he llegado a oír hablar de los Decretos de Nueva Planta al calor de un cachi en una txozna durante las fiestas de Bilbao. Pero no solo se aprende historia: también de filología, de etnología y otras áreas de conocimiento en las que se bucea para encontrar argumentos más o menos científicos que apoyen la reivindicación que corresponda.


Si la cosa fuera de esto, todo el debate político nos sobraría, pues sería una discusión prácticamente académica. Resolvámoslo con un Congreso multidisciplinar, encerremos a lingüistas, documentalistas e incluso arqueólogas, suministrémosles provisiones suficientes y que no salgan hasta que no se pongan de acuerdo en qué reivindicaciones nacionalistas tienen fundamento científico y cuáles no.

La cosa, realmente, es mucho más sencilla. Importa bien poco qué lleve a buena parte de la población escocesa, catalana, vasca o incluso cartagenera a sentir que su identidad debe traducirse en cambios políticos o administrativos. Como es evidente, habrá gente que ayer en Escocia haya votado por el Sí como reafirmación identitaria, con William Wallace en mente, e incluso con ramalazo xenófobo hacia la población inglesa vecina. Pero a su vez otras personas lo habrán hecho pensando en que sus deseos de mayor justicia social o una política exterior de paz serán más viables en una Escocia independiente, porque todo es bastante más complejo. Y por supuesto habrá quien lo haya hecho de manera egoísta por ser un territorio más rico, y hasta quien se haya decantado por la facilidad de palabra, carisma o incluso atractivo físico de las voces públicas a favor del Sí. Y exactamente lo mismo podemos decir de la parte de población, mayoritaria, que se ha decantado por el No. Afortunadamente no han exigido superar un examen en historia escocesa para poder entrar a votar al colegio electoral. 

La cuestión no es si la reivindicación de independencia o autogobierno es justa o si tiene una fundamentación sólida detrás. La cuestión es si hay un porcentaje de población suficientemente amplio que la apoya, por el motivo que sea, de tal modo que se convierte en un conflicto político. Y, en ese sentido, no debemos entender conflicto como un término negativo: simplemente indica que es una cuestión en la que no existe consenso y que toca resolver activamente. Y hasta ahora, a lo largo de la historia, esto de hacer y deshacer fronteras es algo que se ha dirimido a golpe de guerras, de bodas entre casas reales, o de grandes potencias repartiéndose África con escuadra y cartabón. ¿No tiene mucho más sentido que se pueda resolver con una votación? Y que cada cual vote lo que quiera por el motivo que quiera. Si nadie rechazó la legitimidad de Felipe o Suárez por haber conseguido parte de sus votos gracias a su atractivo, nadie debería negarle la oportunidad a la mandíbula de Artur Mas.

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