La crisis como tablero de juego: de la atonía a la conciencia colectiva (A salto de mata II)


Me quedaba diciendo ayer, que "el problema de la izquierda no está exclusivamente en definir un proyecto emancipatorio, sino en encontrar las claves de la movilización social en torno al mismo." Hablaré hoy por tanto de la crisis no como situación a analizar, sino como tablero de juego.

La crisis, como intuíamos desde un principio, ha demostrado no ser un episodio esporádico, sino un dramático escenario a medio plazo en el que se juega un capítulo que está llamado a ser decisivo en la historia contemporánea. Durante los primeros años, de 2008 a 2011 aproximadamente, la disonancia entre la gravedad objetiva de la situación social (y las negras perspectivas) y la total ausencia de respuesta ciudadana era enorme, y desesperanzadora para las personas y organizaciones de izquierda.

En ese contexto, el llamamiento de Izquierda Unida a la Refundación de la Izquierda, así como otras iniciativas ciudadanas o partidarias en un sentido similar, estaban llamadas a tener un recorrido corto, por más que estuvieran cargadas de buena voluntad. Expresaban más un deseo que una posibilidad cierta, porque los factores con los que se jugaba, los actores a los que se pretendía convocar, eran habas contadas: o bien organizaciones políticas de las que ya se intuía su mayor o menor deseo de confluir, o bien colectivos sociales que difícilmente querrían embarcarse en un proyecto que no terminaba de verse claro. Faltaban dos factores fundamentales: la ciudadanía, en general, la gente no organizada; y un clima de movilización social que pudiera propiciar la búsqueda de alternativas políticas. Desde la izquierda se hacían constantes llamamientos a la movilización y a la implicación ciudadana, fundamentalmente en torno a la consigna de Huelga General. Dicha movilización acabó teniendo lugar y, por una parte, fue detonante de posteriores movilizaciones pero, por otra, situó a la izquierda política y sindical ante sus propias debilidades.

Sin embargo, en medio de la desesperación por la atonía social, surgió como de la nada un movimiento, el 15-M, que no solo llenó calles y plazas, sino que las llenó de gente nueva. Por supuesto, tiene su origen, sus factores desencadenantes, que no es cuestión de desmenuzar ahora. Lo que nos importa es que ese gran momento colectivo de toma de conciencia no lo convocó la izquierda política, ni tampoco el movimiento sindical ni otros colectivos sociales tradicionales. Para Izquierda Unida y para la izquierda en general trajo una noticia buena y una mala: la buena era que no habían errado demasiado en el programa, puesto que muchas de las reivindicaciones concretas podían leerse desde hace tiempo en sus papeles; la mala es que aquellas reivindicaciones sonaban novedosas a la mayoría de aquella gente. O bien la gente desconocía que ya había quien defendiera esas propuestas, o quizá les merecían más atención en boca de otros actores.

El 15-M supuso un punto de inflexión en el escenario de crisis: fue el chispazo para activar subjetivamente a la sociedad ante la situación objetivamente dramática que ya vivíamos. El incremento de la movilización social ha sido exponencial desde la aparición del movimiento, no solo en sus propias convocatorias, sino también en otras que hasta el momento fracasaban o ni siquiera se llegaban a convocar. Trajo bajo el brazo, por tanto, eso que buscábamos, no conseguíamos y estábamos a punto de dar por imposible. Para que esto no se entienda como una sobrevaloración de dicho movimiento invito a no pensar en él como su materialización en movilizaciones masivas puntuales, ni en las 15, 50 o 500 personas que hoy mantengan vivo el núcleo organizativo del entorno más cercano de quien lea esto. Si el 15-M tiene importancia no es solo por sus momentos de “explosión”, ni como una organización o movimiento social al uso, sino por la manera en que ha impregnado todo.

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